domingo, 3 de marzo de 2013

Días de desesperanza

La crisis tiene dos grandes problemas:
Un gobierno despreocupado del pueblo y una deshumanización global...

Los que ayudábamos nos hemos convertido en necesitados, y en algún momento, al ayudar a los demás, se nos olvidó cuidar de nosotros mismos...

Ha llegado un momento en que la cuestión se ha convertido en: sigo fiel a mis principios y continúo ayudando o me centro en ayudarme a mi mismo, despreocupándome del mundo? Quizá sean tiempos para recordar aquellas palabras de tantos sabios de la historia, que insistían en que los cambios globales surgían de cambios individuales...

Un momento en el que la esperanza se torna en crispación e impotencia al ver que la solución consiste en salir a la calle a protestar, exponiéndote a que te peguen, en vez de aunar fuerzas solidarias de lucha pacífica diaria.
Ha llegado un momento, en el que, si viéramos violencia en las calles, tampoco nos sorprendería, pues llevamos demasiado tiempo a la sombra de la desesperanza y el dolor, en una lucha incesante contra el tiempo.

Estamos en un momento en el que demasiadas personas hemos perdido el miedo a la muerte, y en su lugar queda dolor, desesperanza, y gritos implorando soluciones, tanto al gobierno como a los indignados.

No os extrañéis si esto revienta, porque el hambre gobierna las calles, mientras todo sigue estáticamente igual.

Nos hemos convertido en los escombros del país, una lacra a exterminar por el bien de unos pocos, o de muchos, pues, si sólo fuera de pocos, el conjunto ya se habría levantado aunando fuerzas por conseguir soluciones ya para los más afectados.

No nos engañemos, el problema no es sólo este sistema capitalista, lo peor es la indiferencia del pueblo sumiso, del pueblo aborregado y paralizado por el miedo. No se trata de ser violentos, se trata de ser buenas personas. Se trata de dar un plato de comida al sin techo, de dejar un sofá o una cama al sin techo... Nos hemos olvidado de la unión del pueblo, porque seguimos convencidos que esto es algo que afecta a unos pocos, y, si nos alejamos de ellos, tal vez nunca lleguemos a la situación que está quitando las ganas de vivir a millares.

Cuando el miedo a la muerte es peor que el miedo a levantarte día a día de la cama, es hora de decir bien alto: tenemos un problema que nosotros mismos estamos permitiendo.